ASHKIVENI: SEÑOR, HAZNOS DESCANSAR EN PAZ
Por Róger Rumrrill
Premonitoriamente, la última de las novelas del notable narrador amazónico, Jaime Vásquez Izquierdo, fallecido el 19 enero de este año, se titula “ASHKIVENI: SEÑOR, HAZNOS DESCANSAR EN PAZ”.
Él mismo, de su puño y letra, escribió la palabra hebrea en mi cuaderno de apuntes la mañana del 11 de diciembre del 2007. Tomaba
un café en el “Aris Burger”, como solía hacerlo casi infaltablemente en los últimos años, rodeado de algunos amigos, entre las 8: 30 y las 11 de la mañana. Esa esquina de la Plaza de Armas de Iquitos se había convertido en el mirador y el observador de su propia vida que fluía tumultuosa y trágica.
-La otra novela que tengo lista se titula “La vida es una canción triste” que es la tercera parte de “Cordero de Dios”. Tengo también terminada “Amanezco amándote” que es una historia de amor, además de la novela “Umbralgia”, “Cuentos de pueblos jóvenes” y “Cuentos para cualquier navidad”- me dijo entusiasmado, mirando con curiosidad mi cuaderno para constatar que no me había olvidado de ninguno de los títulos.
La vida es una canción triste
De todos los escritores amazónicos que he conocido a lo largo de mi vida y que han desaparecido físicamente-Humberto del Aguila, Arturo Burga Freitas, Arturo D. Hernández, Francisco Izquierdo Ríos, Luis Hernán Ramírez, Germán Lequerica Perea, entre otros, ninguno hubiera podido firmar una novela titulada “La vida es una canción triste”. Para cada uno de ellos la vida había sido una aventura existencial con sus luces y sus sombras. Pero sin tenebrosos abismos interiores.
No es que Jaime Vásquez Izquierdo fuera un hombre triste. Reía con placer, amaba sin medida ni cálculo, gozaba con exaltación de sus virtudes musicales y literarias y se entregaba al culto de la amistad
con generosidad. Pero el fuego de su vida interior y la lava de sus pasiones se convertían con frecuencia en incontrolables cauces de tristeza, desesperación y búsquedas espirituales y metafísicas. Por eso, la literatura para él fue un lúdico juego espiritual, pero sobre todo un catártico ejercicio de sobrevivencia para no ahogarse en el océano de la desesperación, la soledad y las terribles preguntas trascendentales sobre la vida, la muerte y la eternidad.
De ahí los títulos de sus novelas y la nómina de sus escritores preferidos. En especial Franz Kafka (1883-1924) el gran escritor checo que yo leí por primera vez en los años sesenta en la biblioteca de Jaime Vásquez Izquierdo, quizá el primero o uno de los primeros lectores del autor de “El Castillo” y “La Metamorfosis” en Iquitos, allá por los sesentas del siglo XX.
Kafka, de origen judío y obsedido en las búsquedas del judaísmo como nuestro escritor amazónico es, para la crítica literaria, uno de los escritores más influyentes del mundo occidental en el siglo XX. Su obra es una metáfora de la angustia y la desesperación existencial y, de acuerdo al filósofo Félix Guattari, fue un precursor del pensamiento y el sentimiento de la postmodernidad.
Los felices años sesentas
Para los escritores, teatristas, pintores y periodistas de mi generación y la mayoría de ellos miembros del grupo “Bubinzana”-Javier Dávila Durand, Yando, Isaías Gómez Linares, Jaime Vásquez Izquierdo, Teddy Bendayán , Manuel Túnjar Guzmán y otros-los años sesenta del siglo XX fueron la belle époque de Iquitos y de nuestra generación. Fueron los años fundacionales de “Bubinzana”. El mundo se sacudía en una convulsión de cambio y transformación que influyó poderosamente en nuestras vidas de modo integral, principalmente en nuestro pensamiento y en la manera de vivir y entender la vida: la revolución cubana, la descolonización de África, la rebelión de los “Panteras Negras” en Estados Unidos, la filosofía marcusiana del “Hombre Unidimensional” y los libros de Claude Levy-Strauss y Jean-Paul Sartre.
Jaime Vásquez Izquierdo fue uno de los fundadores de “Bubinzana”. Él, como todos los integrantes del grupo, tomamos la decisión de provocar y generar una profunda inflexión en la cultura y el arte amazónicos, a partir de la valorización de lo popular y de la cosmovisión de los pueblos indígenas, condenados en esos años a la condición de pueblos atrasados y primitivos.
Vivíamos años felices y de compromiso existencial. A veces en grupo y otras veces sólo con Jaime, solíamos anclar en los bares portuarios de Punchana, bebiendo junto a los vaporinos y sus amantes ocasionales y escuchando las historias de vida que enriquecían y daban alas a nuestra imaginación.
Otras veces, nos subíamos en un motocarro, los primeros que empezaron a circular en el Iquitos de los sesenta y, como el personaje Robert de Niro de “Taxi Driver”, recorríamos la ciudad de cabo a rabo observando la vida sobre ruedas. La vida en Iquitos de esos años aún era apacible y tranquila y los bubinzanos con frecuencia veíamos el amanecer loretano, como en el vals de Ïtalo Arbulú, desde un bar en una balsa o navegando en una canoa en Belén. Fue recién a partir de 1965 con la ley 15600 dada durante el primer belaundismo y luego de 1973 con el descubrimiento de petróleo en “Trompeteros” y la irrupción del narcotráfico en la Amazonía cuando Iquitos se muda de piel y cambia de hábitos, de costumbres, de gustos, preludiando a la ciudad que es ahora, que ha perdido su inocencia y sus encantos de ribereña amable y cálida de otros tiempos.
Jaime en esos años laboraba en una oficina junto a su padre, don Juan Alfonso Vásquez Panduro, un hombre de edad madura, silencioso y lacónico. Nunca cruzábamos más de dos o tres palabras con don Alfonso. Jaime tenía un amor y un respeto reverencial por su padre. Un ser humano que se fue, como vivió, en silencio y discretamente de esta vida.
Un misterioso personaje de esos años fue Raúl Baldeón, un ser marginal a quien Jaime le tenía un especial cariño. Baldeón fungía de pintor embadurnando telas y borroneaba poemas. Era un ser de una profunda tristeza, de abismales conflictos interiores y que sobrevivía en los límites de la pobreza material y en la ribera de la tragedia humana.
En 1960, en los años felices de la belle époque iquiteña, Jaime tenía 25 años. Había publicado algunos poemas de amor y escribía sus primeros relatos que anunciaban al narrador amazónico de “Río Putumayo”.
El narrador de la Amazonía
Los primeros relatos de Jaime, que tuve el privilegio de leer en 1960 y en años sucesivos, ya revelaban al narrador de dos décadas después: un dominio precoz de las técnicas narrativas modernas-el monólogo interior, el flash back, la superposición de planos temporales-de la que hacían gala la ilustre y famosa cofradía que integraban el boom literario latinoamericano de los sesentas: Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar.
De ellos, seguramente el modelo para los escritores amazónicos era Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936), quien ya había publicado “Los Jefes” (1959), “La ciudad y los perros” (1963) y “La Casa Verde” (1966). Esta última ambientada en Piura, pero también en la Amazonía Peruana, en Iquitos y Santa María de Nieva, en la provincia de Condorcanqui, en la región de la Aguarunía.
“Rio Putumayo” (1986) y luego “Cordero de Dios” (1989) son las novelas que expresan la plenitud de su métier de escritor, alcanzado en una veintena de años de arduo ejercicio, de infinitas lecturas, de caídas en el infierno del dolor y la duda y de ascensos a la gloria de la vida (hogar, hijos, éxitos como profesor universitario, publicaciones y reconocimientos) y una madura y lúcida percepción de la realidad amazónica y de su génesis familiar de donde emerge todo el corpus narrativo de su obra.
Metáforas y parábolas del futuro
Jaime Vásquez Izquierdo fue un talentoso escritor amazónico injustamente desconocido en la propia Amazonía y en el resto del Perú.
A este desconocimiento sin duda contribuyó su propio carácter y su personalidad más o menos solitaria y su dignidad y orgullo ásperamente adversas a la lisonja y la adulación a quienes detentan el poder. Sobre todo en un país como el Perú y en una región como la Amazonía donde la cultura es la última rueda del coche y donde se cree, desde el aparato público o la actividad privada, que invertir en la publicación de libros en general y en particular en la cultura es un gasto a fondo perdido o peor que eso: un favor y una dádiva al escritor y al artista.
Acerca de su obra, un continente negro por desconocida para la mayoría de los amazónicos, tengo la certeza que contiene las metáforas y parábolas de una realidad que sólo su desgarrada espiritualidad y su insomne lucidez columbraron.
Si en vida la Amazonía y el Perú lo ignoraron, ahora que se ha marchado definitivamente estamos en la obligación ética de asomarnos al continente negro de su obra para sumergirnos en la ardiente realidad en la que Jaime Vásquez Izquierdo se inmoló como creador y como entrañable ser humano.
Por Róger Rumrrill
Premonitoriamente, la última de las novelas del notable narrador amazónico, Jaime Vásquez Izquierdo, fallecido el 19 enero de este año, se titula “ASHKIVENI: SEÑOR, HAZNOS DESCANSAR EN PAZ”.
Él mismo, de su puño y letra, escribió la palabra hebrea en mi cuaderno de apuntes la mañana del 11 de diciembre del 2007. Tomaba
un café en el “Aris Burger”, como solía hacerlo casi infaltablemente en los últimos años, rodeado de algunos amigos, entre las 8: 30 y las 11 de la mañana. Esa esquina de la Plaza de Armas de Iquitos se había convertido en el mirador y el observador de su propia vida que fluía tumultuosa y trágica.
-La otra novela que tengo lista se titula “La vida es una canción triste” que es la tercera parte de “Cordero de Dios”. Tengo también terminada “Amanezco amándote” que es una historia de amor, además de la novela “Umbralgia”, “Cuentos de pueblos jóvenes” y “Cuentos para cualquier navidad”- me dijo entusiasmado, mirando con curiosidad mi cuaderno para constatar que no me había olvidado de ninguno de los títulos.
La vida es una canción triste
De todos los escritores amazónicos que he conocido a lo largo de mi vida y que han desaparecido físicamente-Humberto del Aguila, Arturo Burga Freitas, Arturo D. Hernández, Francisco Izquierdo Ríos, Luis Hernán Ramírez, Germán Lequerica Perea, entre otros, ninguno hubiera podido firmar una novela titulada “La vida es una canción triste”. Para cada uno de ellos la vida había sido una aventura existencial con sus luces y sus sombras. Pero sin tenebrosos abismos interiores.
No es que Jaime Vásquez Izquierdo fuera un hombre triste. Reía con placer, amaba sin medida ni cálculo, gozaba con exaltación de sus virtudes musicales y literarias y se entregaba al culto de la amistad
con generosidad. Pero el fuego de su vida interior y la lava de sus pasiones se convertían con frecuencia en incontrolables cauces de tristeza, desesperación y búsquedas espirituales y metafísicas. Por eso, la literatura para él fue un lúdico juego espiritual, pero sobre todo un catártico ejercicio de sobrevivencia para no ahogarse en el océano de la desesperación, la soledad y las terribles preguntas trascendentales sobre la vida, la muerte y la eternidad.
De ahí los títulos de sus novelas y la nómina de sus escritores preferidos. En especial Franz Kafka (1883-1924) el gran escritor checo que yo leí por primera vez en los años sesenta en la biblioteca de Jaime Vásquez Izquierdo, quizá el primero o uno de los primeros lectores del autor de “El Castillo” y “La Metamorfosis” en Iquitos, allá por los sesentas del siglo XX.
Kafka, de origen judío y obsedido en las búsquedas del judaísmo como nuestro escritor amazónico es, para la crítica literaria, uno de los escritores más influyentes del mundo occidental en el siglo XX. Su obra es una metáfora de la angustia y la desesperación existencial y, de acuerdo al filósofo Félix Guattari, fue un precursor del pensamiento y el sentimiento de la postmodernidad.
Los felices años sesentas
Para los escritores, teatristas, pintores y periodistas de mi generación y la mayoría de ellos miembros del grupo “Bubinzana”-Javier Dávila Durand, Yando, Isaías Gómez Linares, Jaime Vásquez Izquierdo, Teddy Bendayán , Manuel Túnjar Guzmán y otros-los años sesenta del siglo XX fueron la belle époque de Iquitos y de nuestra generación. Fueron los años fundacionales de “Bubinzana”. El mundo se sacudía en una convulsión de cambio y transformación que influyó poderosamente en nuestras vidas de modo integral, principalmente en nuestro pensamiento y en la manera de vivir y entender la vida: la revolución cubana, la descolonización de África, la rebelión de los “Panteras Negras” en Estados Unidos, la filosofía marcusiana del “Hombre Unidimensional” y los libros de Claude Levy-Strauss y Jean-Paul Sartre.
Jaime Vásquez Izquierdo fue uno de los fundadores de “Bubinzana”. Él, como todos los integrantes del grupo, tomamos la decisión de provocar y generar una profunda inflexión en la cultura y el arte amazónicos, a partir de la valorización de lo popular y de la cosmovisión de los pueblos indígenas, condenados en esos años a la condición de pueblos atrasados y primitivos.
Vivíamos años felices y de compromiso existencial. A veces en grupo y otras veces sólo con Jaime, solíamos anclar en los bares portuarios de Punchana, bebiendo junto a los vaporinos y sus amantes ocasionales y escuchando las historias de vida que enriquecían y daban alas a nuestra imaginación.
Otras veces, nos subíamos en un motocarro, los primeros que empezaron a circular en el Iquitos de los sesenta y, como el personaje Robert de Niro de “Taxi Driver”, recorríamos la ciudad de cabo a rabo observando la vida sobre ruedas. La vida en Iquitos de esos años aún era apacible y tranquila y los bubinzanos con frecuencia veíamos el amanecer loretano, como en el vals de Ïtalo Arbulú, desde un bar en una balsa o navegando en una canoa en Belén. Fue recién a partir de 1965 con la ley 15600 dada durante el primer belaundismo y luego de 1973 con el descubrimiento de petróleo en “Trompeteros” y la irrupción del narcotráfico en la Amazonía cuando Iquitos se muda de piel y cambia de hábitos, de costumbres, de gustos, preludiando a la ciudad que es ahora, que ha perdido su inocencia y sus encantos de ribereña amable y cálida de otros tiempos.
Jaime en esos años laboraba en una oficina junto a su padre, don Juan Alfonso Vásquez Panduro, un hombre de edad madura, silencioso y lacónico. Nunca cruzábamos más de dos o tres palabras con don Alfonso. Jaime tenía un amor y un respeto reverencial por su padre. Un ser humano que se fue, como vivió, en silencio y discretamente de esta vida.
Un misterioso personaje de esos años fue Raúl Baldeón, un ser marginal a quien Jaime le tenía un especial cariño. Baldeón fungía de pintor embadurnando telas y borroneaba poemas. Era un ser de una profunda tristeza, de abismales conflictos interiores y que sobrevivía en los límites de la pobreza material y en la ribera de la tragedia humana.
En 1960, en los años felices de la belle époque iquiteña, Jaime tenía 25 años. Había publicado algunos poemas de amor y escribía sus primeros relatos que anunciaban al narrador amazónico de “Río Putumayo”.
El narrador de la Amazonía
Los primeros relatos de Jaime, que tuve el privilegio de leer en 1960 y en años sucesivos, ya revelaban al narrador de dos décadas después: un dominio precoz de las técnicas narrativas modernas-el monólogo interior, el flash back, la superposición de planos temporales-de la que hacían gala la ilustre y famosa cofradía que integraban el boom literario latinoamericano de los sesentas: Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar.
De ellos, seguramente el modelo para los escritores amazónicos era Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936), quien ya había publicado “Los Jefes” (1959), “La ciudad y los perros” (1963) y “La Casa Verde” (1966). Esta última ambientada en Piura, pero también en la Amazonía Peruana, en Iquitos y Santa María de Nieva, en la provincia de Condorcanqui, en la región de la Aguarunía.
“Rio Putumayo” (1986) y luego “Cordero de Dios” (1989) son las novelas que expresan la plenitud de su métier de escritor, alcanzado en una veintena de años de arduo ejercicio, de infinitas lecturas, de caídas en el infierno del dolor y la duda y de ascensos a la gloria de la vida (hogar, hijos, éxitos como profesor universitario, publicaciones y reconocimientos) y una madura y lúcida percepción de la realidad amazónica y de su génesis familiar de donde emerge todo el corpus narrativo de su obra.
Metáforas y parábolas del futuro
Jaime Vásquez Izquierdo fue un talentoso escritor amazónico injustamente desconocido en la propia Amazonía y en el resto del Perú.
A este desconocimiento sin duda contribuyó su propio carácter y su personalidad más o menos solitaria y su dignidad y orgullo ásperamente adversas a la lisonja y la adulación a quienes detentan el poder. Sobre todo en un país como el Perú y en una región como la Amazonía donde la cultura es la última rueda del coche y donde se cree, desde el aparato público o la actividad privada, que invertir en la publicación de libros en general y en particular en la cultura es un gasto a fondo perdido o peor que eso: un favor y una dádiva al escritor y al artista.
Acerca de su obra, un continente negro por desconocida para la mayoría de los amazónicos, tengo la certeza que contiene las metáforas y parábolas de una realidad que sólo su desgarrada espiritualidad y su insomne lucidez columbraron.
Si en vida la Amazonía y el Perú lo ignoraron, ahora que se ha marchado definitivamente estamos en la obligación ética de asomarnos al continente negro de su obra para sumergirnos en la ardiente realidad en la que Jaime Vásquez Izquierdo se inmoló como creador y como entrañable ser humano.
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